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Dime que te gusto. Todo por un "Like".

Uno de los reportajes periodísticos más importantes de la década, fue el de Begoña Gómez Urzaiz en la revista Icon en abril de 2017.

Estaba dedicado a los influencers y a la vida moderna en la acepción más pura del término que da el sentido a la vida de muchos de ellos, que pululan en las redes buscando un "Like" a cualquier costo

Pero por mas engaños que nos quieran mostrar, hoy algunos, a través de este reportaje, muestran su cara real y los verdaderos costos de tanta exposición.


Ella, en el citado reportaje, da uno a la altura, por fundacional, del que dio Michi Panero en Después de tantos años, cuando animó a los fans de su hermano Leopoldo a que fueran a visitarlo al psiquiátrico: “¿No habíamos quedado en que la familia no existe? Pues que vayan ellos, que tanto les interesa la literatura. A mí no me interesa la literatura, ni la familia, ni ellos. Por este orden. Me interesa mi perro y punto. Y sobrevivir, mal que bien”.

Por su parte, Makaroff dice: “La primera vez que me enteré de quién era, Gerard estaba muy arriba en la escala de guayez. Conocía a los Misshapes, que era peña muy on point que hacía fiestas a las que iba Madonna, estaba superbién conectado, con gente cool de Los Ángeles y Nueva York, hacía fotos increíbles, tenía una pareja guapísima y un círcu­lo de amigos supermodernos. Yo conseguí hacerme amiga suya, pero era una wannabe comparada con él”, recuerda de su encuentro con Estadella. “Él entró con su cámara, flasheando. Y todo el mundo se colocaba en su camino para que les sacase fotos”.

¿Qué hace especiales, al menos especial para dedicarles páginas en las revistas, a Miranda Makaroff, a la influencer española Dulceida o a Estadella? Los likes. Y más concretamente, el origen de ellos: los followers o seguidores. “Si estoy en una cena con mis amigos, uno llega con su millón y medio, otra con su medio millón, otro con sus 300.000 y yo me siento ahí con mis paupérrimos 60.000”, resumía Estadella en Icon.
Es grato gustar, es feliz que te lo hagan saber. Antes de Instagram, ¿cuántas veces sabíamos que algo nuestro le gustaba a alguien? A veces dos o tres veces al año, quizá alguna más dentro de casa, dependiendo del humor de la abuela. 
Hoy con una mirada intensa, un teléfono móvil y una cuenta en una red social, a fuerza de insistir, puede haber 350.000 personas que te digan cada día que les gustas. Y que, producto de eso, se genere la ansiedad de tus followers de aspirar ellos también a subir en la escala de guayez, a conocer peña muy on point y crear alrededor un grupo de amigos supermodernos. 
La necesidad, en definitiva, de conseguir hacernos amigos de gente fascinante que conoce a otra gente fascinante, sin saber cuál es exactamente el punto de la fascinación ni dónde acaba el carisma y empiezan los desperfectos mentales, hasta llegar al lugar en el que los likes y los followers pierden valor porque se ha abierto el núcleo y enseña la materia prima de la que está hecha esa vida moderna, tan antigua como cualquiera: la percepción que los demás tienen de ti, dentro o fuera de la pantalla, y la necesidad de que lo expresen continuamente para que, como una droga, te mantenga enganchado a tu propia autoestima, cuidándola como una vida a tu cargo.
Sin likes hay que calcular a ojo; con ellos, tenemos la medida exacta de lo que vales socialmente. De lo que crees valer. De lo que los demás creen que vales. Si la fama nunca depende de ti, por qué van a depender sus consecuencias.

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